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viernes, 22 de noviembre del 2024
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Historias profanas De Gardel a Sarli Por Edinson Martínez

En la ciudad donde he vivido siempre, durante mi niñez y parte de la adolescencia, había dos salas de cine emblemáticas, estaban ubicadas en el mismo perímetro urbano de su casco central, frente a la plaza principal de aquel bucólico pueblo de entonces.  Uno de aquellos cines exhibía las novedades de la pantalla grande que llegaban con el retraso comprensible para un apartado pueblo a orillas del lago de Maracaibo lleno de migrantes europeos y gente venida de todas partes atraída por la explotación petrolera. El otro de los cines no se detenía mucho en escogencias fílmicas, todos los días tenía cartelera de dos turnos; el primero de ellos cayendo la noche, y el otro, inmediatamente después, cuando el común de los habitantes de aquella ciudad redonda con unas cuatro calles más o menos importantes, comenzaba a cabecear por el cansancio de la jornada laboral. Ciudad Ojeda es su nombre.

Así, en esos instantes dando paso a la noche plena, la pantalla del viejo establecimiento a cielo abierto, irónicamente identificado como Cine Nuevo, se encendía tentadora ante sus lúbricos espectadores para seducirlos durante casi dos horas con las imágenes impúdicas de la proyección para adultos. Hasta el filo de la medianoche se extendía la función, y luego, como una romería de noctámbulos impenitentes, en silencio, o en alegría contenida, cada quien buscaba el modo de regresar a su casa en un pueblo vencido por el sueño.   

Por razones de edad, como adolescente, nunca pude entrar a ninguna de esas proyecciones, pues, siendo tan pequeño el poblado, cada portero, casi siempre seleccionado por su cara de vinagre para desempeñar su papel a cabalidad, conocía a las generaciones de muchachos deseosos de conseguir un asiento en una de estas funciones sin tener la edad respectiva. Así que la única opción consistía en burlar las prescripciones reglamentarias, entrañando de este modo una doble infracción para los menores de edad: ver una película pornográfica sin edad para ello, y, además, violar la seguridad del cine para conseguir semejante propósito. Más tarde, cuando aquel cine erótico de los años sesenta y setenta del siglo pasado se convirtió en una risible y atontada muestra libidinosa del género, por virtud de las fronteras lujuriosos que fueron superándose en las grotescas escenas de las sucesivas producciones, pues dejó de interesarnos. Al portero, podía verlo de vez en cuando en una de las cafeterías aledañas al cine; un pintoresco lugar propiedad de los únicos dos suizos que vivían en la ciudad. Ya no era el ácido personaje de aquellos años, sino un sujeto reservado, flaco y largo con cara de chino viejo que tomaba una taza de café con manos temblorosas en evidente muestra de un Parkinson avanzando sin remedio.    

De aquellos días inquietos que el recuerdo comienza a palidecer, tengo presente las imágenes de la fachada del Cine Nuevo, en cuyos flancos de su entrada principal se exhibían llamativos afiches o posters de la película de turno, mientras en la parte superior, en grandes letras, destacaba el título del estreno para adultos. De muchas de ellas tengo el recuerdo vivo anunciándose tentadoramente en sus carteles de promoción. En ellos se mostraba la figura voluptuosa de la estrella en pose sugestiva, en tanto, de manera visiblemente calculada, destacaban el nombre de la protagonista y el respectivo lema publicitario: Isabel Sarli en Lujuria Tropical. Pasión en sus ojos, fuego en sus labios, deseo en su cuerpo.

La ficha técnica de la producción fílmica, era lo de menos, a nadie le interesaba, apenas el nombre del director, en algunos casos, dada la filiación existente entre él y la sensual interprete, del resto, como podría ser el guionista, edición y montaje, musicalización, o el nombre del conjunto de actores y actrices que asimismo formaban parte de la realización cinematográfica, a pocos importaba. Nadie se detenía en semejantes detalles.

En realidad, esta clase de filmes era un producto de consumo masivo para hombres, correspondiendo estrictamente a los valores y cultura dominante de la sociedad machista y sexista de aquella época, así que sólo interesaban las escenas de los desnudos que realizaba la protagonista. La propia actriz argentina mencionada antes, en algún momento, contando varias de sus anécdotas en diversas apariciones, llegó a referir que, sus películas cuando no tenían desnudos, su éxito era muy limitado y de poca aceptación del público. En una entrevista con Jorge Coscia en Puerto Cultura en septiembre de 2012, así lo afirma: 

“…Y la película, yo no hice desnudos porque decían que, si Armando era un comerciante, que me ponía desnuda y así ganaba dinero, el otro que era un intelectual, tan querido por los periodistas, y a Armando no lo querían, era el loco, le decían el loco…bueno, yo no voy a hacer desnudos, y no hice desnudos… Setenta veces siete [comenta el entrevistador], un fracaso de público, una película con muchos valores artísticos […]

Hablábamos de Setenta veces siete [continua Jorge Coscia], dirigida por Torre Nilsson, una película que desilusionó a muchos de los seguidores de las películas de Armando Bo porque no había desnudos […]

Viste … [refiere Isabel Sarli] Que iba siempre un hombre con un cuenta ganado para contar la gente que entra al cine y dicen que, cuando se estrenó Setenta veces siete, uno dijo:

“¡Esta es la peor de Armando Bo!”. Porque no había ningún desnudo…”

Mientras escribo esta crónica, lindando la medianoche, se desata una tormenta surgida del calor húmedo que ha sofocado todo el día; se levanta rabiosa viniendo del oeste, marcando el inicio del cambio de temporada climática en la región. En mayo, las lluvias se anuncian con unos calorones pegajosos que, cuando menos las personas esperamos, de pronto en el cielo incandescente que un sol como un disco leonado alumbra, se forma una ventolera que rápidamente trasmuta en oscuros nubarrones lanzando unas gotas pareciendo proyectiles de agua. Así es nuestro trópico deslumbrante –pienso–, ese que Regis Debray con su mirada de otras latitudes, admitiera alucinado en la narrativa de una de sus novelas.

“¿Cómo inventar la melodía de un tiempo cómplice en una región que no tiene estaciones? ¿Cómo componer una partitura para dos voces y un violoncelo donde hace más de treinta grados a la sombra desde la mañana a la noche y nunca menos de veinte desde el atardecer a la mañana? ¿Dónde el verano está separado del invierno por un aguacero y no por un otoño? ¿Dónde los verdes son verdes lo mismo en julio que en enero y las corolas de los tulipanes escarlatas durante todo el año…? El año de Europa es una montaña rusa, un folletín de episodios…”      

          El Indeseable (1975). Regis Debray

El 25 de abril de 1935 Carlos Gardel llegó a Venezuela, venía de Puerto Rico, y era la primera vez que se encontraba en América del Sur, sí en América del Sur, si tomáramos en serio, con la prescindencia obvia del sarcasmo implícito que tiene aquel episodio comentado por el también argentino Tomas Eloy Martínez, cuando de regreso a Buenos Aires, después de pernoctar en Caracas, el taxista muy solemnemente le pregunta: “¿qué tal van las cosas por América Latina?

En efecto, era la primera ocasión en que el ídolo tocaba tierra tropical en el subcontinente. Fue un jueves de abril cuando arribó al puerto de La Guaira, una localidad del centro norte costero de Venezuela, precipitada sobre una extendida costa del mar Caribe, teniendo de fondo el paisaje verde de las montañas que rodean la capital del país. El Caribe, para quienes por primera vez se le acercan, tiene una impresión deslumbrante, de desconcierto no siempre bien comprendida por quienes en un principio lo descubren: una realidad llena de hechos extraordinarios rodeada de un paisaje natural exótico, y una alucinante variedad de formas culturales que amalgama las ancestrales con las raíces africanas y la presencia europea de la Conquista, y también, además, la subsiguiente a causa de los grandes conflictos armados del siglo pasado.  Gabriel García Márquez, así lo apunta en sus Conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza, en una publicación titulada El olor de la guayaba (1982). 

“Yo creo que el Caribe me enseñó a ver la realidad de otra manera, a aceptar los elementos sobrenaturales como algo que forma parte de nuestra vida cotidiana. El Caribe es un mundo distinto cuya primera obra de literatura mágica es el Diario de Cristóbal Colón, libro que habla de plantas fabulosas y de mundos mitológicos.

Sí la historia del Caribe está llena de magia traída por los esclavos negros de África, pero también por los piratas suecos, holandeses […]. La síntesis humana y los contrastes que hay en el Caribe no se ven en otro lugar del mundo…”

Aquel día, Carlos Gardel se sintió rodeado del júbilo parroquiano de un país dominado por el conservadurismo y una autocracia de más de un cuarto de siglo. Pocas veces un suceso con esas características ocurría en la cotidianidad soporífera de la dictadura. Más tarde atemperados los ánimos en ciudad costera, Gardel y su comitiva se trasladan a Caracas en un viaje de dos horas por vía férrea. Su llegada a la capital causó el mismo entusiasmo y veneración con el que fuera recibido en La Guaira.

El cantante venía a Venezuela a realizar varias presentaciones, por eso los organizadores de la gira escogieron las ciudades de mayor población y dinamismo económico, y de acuerdo con ello ofrecieron recitales en Caracas, Valencia, Maracay y Maracaibo. Ante el mismísimo dictador Juan Vicente Gómez, en la ciudad de Maracay, realizó una presentación con exclusividad. El viejo y taimado autócrata espantaba entonces de sus alrededores, la mosca de la muerte olfateando su destino –Gómez falleció el 17 de diciembre de ese mismo año–, acaso también la de algún otro en asombrosa fatalidad poco después. Enguantado, como de costumbre, y con su proceder austero, recibió a Gardel y sus acompañantes, igualmente seducido por su talento.    

Una vez concluida la bien estructura gira en el centro del país, continuó a Maracaibo, la capital del naciente emporio petrolero de Venezuela, donde haría una exquisita actuación en los escenarios más importantes de la ciudad, conocidos como teatro Baralt y teatro Metro. En ellos estuvo los días 18 y 19 de mayo de 1935, ovacionado y venerado como todo un ídolo.

Así pues, el éxito del periplo artístico había desbordado las expectativas de sus promotores. Entonces, en último momento, fuera de los planes iniciales, un empresario de espectáculos de nombre Giovanny Pasini, persuade a los organizadores de la prolongada gira, de la idea de incorporar una nueva presentación. Sería un evento relámpago, muy rápido, a pocas horas, en una ciudad cercana, de nombre Cabimas; el verdadero epicentro de la producción petrolera nacional, incluso del hemisferio occidental, a la que Eduardo Galeano, el escritor uruguayo, visitaría décadas después y bautizara como El pezón de América

Esta ciudad contaba con una población de unos quince mil habitantes y era el asiento, por otra parte, de las más importantes empresas transnacionales que explotaban el petróleo en todo el planeta. Para trasladarse a ella debían viajar atravesando las aguas del lago de Maracaibo, un estuario de 13.210 km² de superficie que separa a la capital –Maracaibo– del resto de la geografía regional. La travesía la realizarían en una embarcación pequeña durante dos horas surcando el remanso lacustre.

Así, el 20 de mayo, el empresario y propietario del lugar –Cine Internacional– donde actuaría Carlos Gardel, se vistió de gala para recibirlo.

Una multitud se concentró en el muelle de Cabimas para darle la bienvenida al Zorzal Criollo. Personas de todas las edades y sexo se agolparon para ver pasar al célebre cantante quien, con su cortesía habitual, saludaba a todos los admiradores que más tarde vería en el Cine Internacional.

A las 7 de la noche la locación estaba de bote en bote, no cabía un alma. Todo presagiaba un éxito rotundo. Al parecer, Gardel había sido contratado para cantar únicamente tres temas, presumimos, sólo eso, que fueron los tangos de mayor popularidad, entre ellos, quizás, el infaltable Cuesta abajo, o Por una cabeza, tal vez, Tomo y obligo, o Mi Buenos Querido, si asumiéramos que fueron cuatro y no tres. “La memoria es, al fin de cuentas, una cuestión de lenguaje”, diríamos, acompañando aquellas palabras de Tomás Eloy Martínez durante el verano sureño de 2006 en su artículo Con el pasado que vuelve. Pues, la cantidad no alteraría en nada, los sucesos que habrían de presentarse en poco tiempo. 

El caso es que, promediando las diez de la noche, el espectáculo da inicio con la aparición en escena del ídolo tanguero, sus guitarristas acompañaron la ejecución acordada y, al finalizar, sin mayores explicaciones, Carlos Gardel se retiró apresurado sin despedirse. El público, en medio del calor sofocante, del alboroto expectante cobrando fuerza, al darse cuenta, como siempre ocurre en estos casos, siguiendo a una voz incendiaria surgida de la euforia, se enardeció tanto que, en cuestión de segundos, generó una revuelta. Ese descontrol alcanzó fue tan brutal que, las instalaciones del cine, ante la vista de todos, de pronto comenzaron a ser devoradas por un fuego desenfrenado que se extendía desde el fondo del austero proscenio. En pocos minutos las lenguas flameantes del candelero siniestro consumieron el cine de Pasini,

Carlos Gardel regresó a Maracaibo, probablemente no se enteró de lo ocurrido en Cabimas, quizás llegó a tener alguna información vaga, o imprecisa del incidente, nadie lo podría asegurar. El cantante, como estaba previsto, en poco tiempo partió a Curazao, posteriormente a Colombia, y a Medellín, en donde a treinta y cuatro días de aquel incidente en la levantisca tierra petrolera, fallece en el trágico accidente aéreo que marca un antes y un después en la historia del tango.    

La leyenda urbana que surge de aquel suceso en Cabimas, registra los hechos de otra manera: una desmelenada salida del artista, perseguido por una multitud reclamándole por una pésima presentación, en la que nunca pudo escucharse nítidamente su voz ni los acordes de los guitarristas en la abreviada interpretación. Acaso Jorge Luis Borges, en su genialidad, comprendiera este proceder humano de fabular al margen de la realidad, como el camino a la inmortalidad.

“La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Estos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecuta puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo entre los mortales tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso.”

El Aleph (1949). Jorge Luis Borges

En mayo, el mes escogido por los indescifrables caprichos del azar, Gustavo Cerati –y esto lo recuerdo ahora– nos visitó en Venezuela para ofrecer el recital que le traía de gira por varios países de la región. Fue el último concierto del paisano de Gardel. El 15 de mayo de 2010, después de ofrecer su presentación en Caracas, Cerati sufrió un accidente cerebrovascular isquémico del cual nunca pudo recuperarse.

En el juego de la vida, un poco en manifestación sarcástica al fortuito vaivén de los hechos que trastocan el discurrir parsimonioso de la vida, Daniel Santos canta esa reconocida melodía tropical. He aquí el estribillo de la canción estrenada en 1953.

En el juego de la vida

Juega el grande y juega el chico

Juega el blanco y juega el negro

Juega el pobre y juega el rico.

En el juego de la vida

Nada te vale la suerte

Porque al fin de la partida

Gana el albur de la muerte…

Y confieso que quizás sea una tentación de escritor la de atar casualidades, donde no existe sino una circunstancia transmutando en la imaginación del autor. Al fin y al cabo, el oficio, pareciera que nos va cincelando como el escultor moldea a su obra. En Panamá, en la recepción del hotel donde me hospedé años atrás, aquella tarde mientras esperaba por el taxi, caminaba de un lugar a otro, un poco impaciente me movía, y de pronto, un señor que me observaba sin percatarme, se me acerca amable y después de un saludo con tanta cortesía que parecía un esgrimista de las palabras, me preguntó: “¿Usted es escritor?”

Entonces, pensé –mirándolo sonriente–, que cada quien busca en este mundo de anónimos andantes, a lo mejor sin saberlo, a sus propias contrapartes, o quizás la levadura de la alquimia creativa que a veces le absorta. Los celosos suelen ver infieles en el conjunto; los policías a los maleantes; los médicos, los signos del enfermo en el paciente que aún no tiene. El político, a un seguidor tras cada gesto inocente y, el escritor, a sus personajes del próximo libro. Aquel encuentro, también fue durante un mayo caluroso presagiando tormenta, justo como ahora, cuando escribo esta crónica de historias profanas.

Y es que suelen ser tan indescifrables las vertientes del azar, los cabos sueltos de una realidad que se muestra en episodios aislados, que, si no fuera porque es muy larga y lenta la historia de los hombres, las casualidades nunca se advertirían. En 1958 Pascual Nicolás Pérez, boxeador argentino, campeón mundial del peso mosca, tuvo como retador al único venezolano que hizo mérito para destronarlo, su nombre: Ramón (Ramoncito) Arias, natural de Cabimas. La contienda se llevó a cabo el 19 de abril de 1958, en Caracas, y esa noche, Arias fue derrotado por decisión. Su pueblo, Cabimas, atento a los pormenores, lo vio ganador.

En mayo de 2007, de regreso de Buenos Aires, tal vez a unos cuatro o cinco días, posiblemente en la semana siguiente, una noche ahora imprecisa, ya tarde, costándome un poco conciliar el sueño, decidí mirar la televisión para intentar dormirme. Así, jugando con el control remoto, fui paseándome por varios de los canales sin interés específico en ninguno, de repente, al detenerme en América TV, noto que, en un programa de entrevistas, al parecer de personalidades del medio artístico, una mujer mayor conversaba amenamente con el periodista. Se trataba de una anciana muy atractiva, elegante, con gran facilidad para expresarse y, sobre todo, bastante espontánea para referir cada comentario, eso, precisamente, fue lo que hizo –si obviamos el imperativo albur de las casualidades– que me quedara siguiendo la entrevista hasta conocer de quién se trataba. Al cabo de unos minutos, no muchos, el presentador finalmente dice su nombre: ¡Isabel Sarli!

Sí, nada más y nada menos, que la chica sensual, medio desnuda que aparecía en los posters de mi adolescencia anunciando sus películas en el Cine Nuevo de mis recuerdos. Nunca había visto una entrevista de ella ni tan siquiera escuchado su voz hasta esa medianoche. Hablaba de su experiencia como actriz de cine erótico, de la censura en la Argentina para las producciones de este género. De aquellas cintas que mejor recordaba por su desafío artístico y técnico; de sus filmaciones en Brasil, Uruguay, Paraguay, México, Estados Unidos y otros países; de su amor devoto por Armando Bo, su esposo, en fin, un repaso más o menos nostálgico de su vida, a propósito del cual, el entrevistador, quizás aprovechando ese soplo mustio con el que en ocasiones giraba la conversación, le inquiere de pronto sobre alguna anécdota que particularmente recuerde. Aquí, entonces, la Coca Sarli, como también se le conoció, comienza por decir con una sonrisa llena de gracia:

Sí, tengo una anécdota que recuerdo muy particularmente, fue en Venezuela [Entonces, todos mis sentidos se pusieron alerta], en una región petrolera…, que ahora, esperáte…, no recuerdo bien…, sí, ya está, en Cabimas, fue en Cabimas…, donde nos contrataron para hacer una presentación, una promoción o algo así, aquello estaba lleno, el cine, muchos hombres, trabajadores petroleros, seguro… El caso es que se formó un alboroto tan grande, todos exaltados, volaron sillas y cosas, y la gente se nos venía encima. Tuvimos que salir prácticamente corriendo de aquel lugar.

De aquella entrevista conservo nítidamente en mis recuerdos sus comentarios, y eso es justamente lo que hago al transcribirlos. No pudo ella establecer la fecha de aquel episodio ni el momento preciso en que estuvo en Venezuela.

En 1964 se estrenó la película Lujuria Tropical, llegó a las carteleras de los cines comenzando el año, según anotaciones de la época, fue todo un éxito taquillero. El filme es una coproducción argentino-venezolana rodada en el oriente de Venezuela, en una paradisiaca playa emplazada en las costas del mar Caribe de nombre playa Colorada, una verdadera incitación al pecado por la calidez de sus aguas y un paisaje estimulante. Allí estuvo Hilda Isabel Gorrindo Sarli (Isabel Sarli) junto al resto del elenco de la producción cinematográfica, y naturalmente, su director y guionista Armando Bo –que aquí, de acuerdo con la chispa caribeña para referirnos a situaciones como estas, diríamos sobre él: “que era el novio de la madrina, cuarto bate y dueño del equipo”–. 

Es probable que, en la oportunidad del rodaje, la actriz haya visitado a Cabimas, o, más tarde, durante el estreno, en enero de 1964, y fue entonces, cuando ocurrió el episodio contado por ella ya de manera graciosa en América TV.

El caso es que de esa visita apenas queda el recuerdo, una luz viajando huérfana entre el sueño y la realidad.

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