De él, de Joan (o Juan) Pujol García, catalán –1914-1988–, no podría decirse lo que escribió Arturo Pérez-Reverte en el principio de su novela El Capitán Alatriste: «No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente».
Pero sí, con énfasis, que fue el más audaz. Porque de criar pollos y regentear un modesto hotel a entrar en la historia como el mayor espía del mundo moderno, doble agente… ¡y condecorado por los dos bandos!, hay años luz. Más que un milagro…
Le sobraban imaginación, temple, capacidad histriónica, verba florida y convincente, y un cerebro febril digno del mejor novelista de best sellers. Empecemos por el principio…
Pujol, barcelonés, hijo de padres de clase media hacia arriba, tenía 22 años cuando republicanos y fascistas se enfrentaron en la sangrienta guerra civil 1936-1939 que dejó entre los dos frentes casi un millón de vidas en el camino.
Sintió que la patria lo llamaba, y eligió el bando republicano. Pero su aversión a la izquierda no tardó en empujarlo hacia las fuerzas franquistas…, hasta que abjuró también del fascismo. Al fin y al cabo, predominó la formación liberal emanada de su padre.
El primer día de septiembre de 1939, las tropas del Tercer Reich hitleriano invadieron Polonia, trágica alzada de telón de la segunda gran guerra. Juan, antinazi furioso, abandonó los pollos y la conserjería del hotel para unirse a los aliados. Pero… ¿cómo? Porque no era un hombre de armas…
A pesar de no hablar inglés –nunca aprendió, lo que torna más asombrosa su historia–, decidió ofrecerse como espía al bando británico a través de Lisboa, donde le tradujeron a la lengua de Shakespeare su carta de presentación al MI5, el servicio de Inteligencia.
Pero no le creyeron…
Decidido a ser espía a toda costa, probó suerte en el campo nazi, ¡y la tuvo! Pero fue un golpe de fortuna inducido no por el azar sino por un plan –su rito de iniciación– que burló al Abwehr, el servicio de inteligencia alemán.
Believe it or not, el pollero inventó una red de veintisiete colaboradores, espías también, repartidos por toda Europa, que le transmitían información clave. Una red que hizo aún más creíble con otra audaz ficción: el nombre de cada uno, su lugar en la misión, y advirtiendo que era imposible pasar datos más precisos –direcciones, teléfonos–, ya que podían ser detectados por el enemigo. Pero decora el misterio con datos verosímiles: –Algunos son combatientes renegados irlandeses, y hay un aviador borracho que volaba para la Real Fuerza Aérea…
Una vez aceptado, le adjudicaron el nombre de Arabel, y esperaron resultados…
Siempre desde Lisboa, les hizo creer a los alemanes sus mentiras, confiando en un precepto del mundo del espionaje: «El espía necesita identificarse con el enemigo para poder engañarlo». Y así fue.
Su ingenio, su capacidad literaria y la creación de datos falsos sobre movimientos de tropas, barcos y aviones británicos abrieron las puertas del cerebro de Hitler «para depositar allí el veneno de la desinformación», como escribió muchos años después José María Beneyto, autor del libro El espía que engañó a Hitler.
Pero aun faltaba la increíble segunda parte del plan. Porque a pesar de su rechazo, el MI5 no le perdió pisada al extraño personaje: un desconocido que no había sido entrenado en las sofisticadas y rigurosas técnicas del oficio, pero que ya era parte del enemigo.
Por cierto, a pesar de la desconfianza básica que es ley en ese mundo oscuro y secreto, los sabuesos de la Corona jamás imaginaron que las informaciones de Pujol no eran más –pero tampoco menos– que un prodigio de ficción armado con la lectura y los pronósticos de los diarios, y enviado a ese fantasma, Arabel, por los veintisiete imaginarios agentes instalados en sus rincones europeos.
Pujol, una mente en perpetua ebullición, logró datos en los centros políticos y mentideros de Lisboa, advirtió al Tercer Reich sobre operaciones terrestres, marítimas y aéreas –algunas se cumplieron–, y llegó a lamentar el falso asesinato de dos de sus agentes: ¡el espía perfecto! Tanto, que fingió una de esas muertes con su imbatible poder de convicción (¡publicó el aviso fúnebre en un diario), y los alemanes no sólo le creyeron: indemnizaron a su viuda.
Pero aun faltaba su hora de gloria. Su golpe más audaz. Que habla menos del talento de Pujol que de la idiotez de Hitler y su fama de gran estratega: un muñeco de trapo tejido por la obsecuencia y el terror de sus generales del Alto Mando. Bien se sabe que su decisión de atacar a Inglaterra y a Rusia fueron disparates que no se le ocurrirían ni al más tonto de sus soldados.
Mientras Alemania se preparaba para enfrentar el mayor ataque aliado de toda la guerra, la invasión a las playas de Normandía (6 de junio de 1944, Operación Overlord, el mayor despliegue bélico de la historia), Pujol, ya llamado «Garbo» en alusión a sus dotes de actor y a la gran actriz Greta, logró convencer a Hitler de que el lugar elegido no era Normandía: un engaño creado para desviar las defensas nazis, y que el punto real era el Paso de Calais, a 294 kilómetros del engañoso punto.
Llamó a esa treta Operación Fortitude (fortaleza). Y sin dudar de su espía favorito, Hitler inmovilizó a la maquinaria bélica preparada para resistir la invasión, en el lugar equivocado…
Fue el principio del fin del desastre.
Por segunda vez, como en 1914–1918, Alemania sería vencida. Aplastada…
Pero el insólito doble agente atravesó ese período en medio de una tormenta familiar que estuvo a punto de hacerlo fracasar.
Casado con la actriz Araceli González Carballo, apenas pudo eludir la furia de ésta, harta de vivir en Inglaterra, en una casa de Harrow, al oeste de Londres, y en abierta rebeldía porque –por seguridad– Pujol le prohibía viajar a España para ver a su familia, y la obligaba a vivir encerrada.
En 1943, la crisis llegó a su punto máximo: –¡No quiero vivir cinco minutos más con mi marido! Aunque me maten, voy a la embajada de España y pido refugio –amenazó a Thomas Harris, oficial británico a cargo de la protección a Pujol.
Grave problema.
Primero, el MI5 intentó calmarla seduciéndola con medias de seda –muy escasas entonces–, perfumes, ropa de última moda, pero fue inútil.
Harris resolvió el conflicto con una mentira:
–Su marido ya no trabaja más con nosotros. Lo despedimos por insensato: trató de defenderla y de conseguir su permiso para viajar a España. Está preso.
Y la llevó hasta el centro de detención, donde Pujol improvisó una farsa más:
–Sólo me dejarán en libertad si renuncias a viajar a España.
Araceli aceptó. Entre otras cosas, porque el rol de su marido como doble agente, y la copiosa paga, le estaba asegurando una vida opulenta en los años de paz.
Abril–mayo de 1945. La guerra ha terminado. En Berlín no queda piedra sobre pierdra. Hitler se ha pegado un tiro. Y Pujol, Garbo, Alaric, Arabel (sus nombres en clave) intuye que su vida corre peligro: Alemania está en ruinas, pero alguien puede hacerle pagar muy caro su informe sobre Normandía.
El MI5 lo ayuda a desaparecer. Se pierde en Angola con Araceli y sus tres hijos: Juan Carlos, María Elena y Carlos Miguel. Su existencia se esfuma… El MI5 hace rodar la noticia de que ha muerto de Malaria. Y en 1949, cuando ya no teme el disparo en la sombra y por la espalda, y con el bolsillo lleno, se muda a Venezuela. A un pueblo, Lagunillas, a casi 700 kilómetros de Caracas, y de sofocante y perpetuo clima: de 32 a 40 grados todo el año.
Se ha separado de Araceli en 1947 y se casa con Carmen Cilia, nativa de Choroní, pueblo de maravillosas playas, y tiene con ella tres hijos: Carlos Miguel, Juan Carlos y María Elena (que morirá muy joven, a sus 20 años).
Y de doble agente se reconvierte… ¡en tendero! Funda allí la Casa del Regalo: lápices, cuadernos, libros escolares, artículos de oficina, y ofrece a sus vecinos, obreros petroleros la mayoría, la ventaja de pagar en cuotas lo que necesitan sus hijos en la escuela.
Un módico benefactor en ese mundillo de una calle principal de quinientos metros, panadería, carnicería, un banco, un restaurante chino… Manda a sus hijos al colegio San Agustín, de Ciudad Ojeda, sólo para alumnos de clase alta.
Pero la muerte de su hija María Elena lo quiebra. Cierra la tienda y se muda a La Trinidad, una urbanización de Caracas, donde muere el 10 de octubre de 1988, a sus 74 años. Su mujer cumple el último deseo del increíble personaje: lo sepulta en Choroní, en la costa, poblado por pescadores y descendientes de africanos. Su lápida sólo dice «Juan Pujol García. Recuerdo de su esposa, hijos y nietos».
Pero cuatro años antes, el escritor británico Nigel West, experto en temas de espionaje, lo rastreó, lo encontró en su último paradero, y rescató la verdad de su vida. La de un doble agente sin experiencia que ayudó a cambiar el curso de la guerra y fue condecorado por los dos países: la Cruz de Hierro alemana y la Orden del Imperio Británico.
Un caso único en la historia. Y en un planeta donde las leyes de la Lógica pueden naufragar ante la fantasía, la audacia, la incertidumbre, el misterio, el desatino, el azar…