Ramón Castro llegó de Ciudad Ojeda y pernoctó en Maracaibo con la intención de tomar al siguiente día el primer autobús que lo llevaría directo a Maicao, Colombia.
Ramón era trabajador petrolero y acababa de cumplir cincuenta años y no había mejor ocasión para celebrarlo con ese viaje al corazón de La Guajira. Era su primer día de vacaciones.
Uno de sus sueños de infancia era visitar Uribia, a la que conocía por referencias de una hermana de su abuela llamada Ana Julia González que lo visitaba a mediados de los sesenta acompañada de su hija Maigualida.
En ese tiempo Ramón vivía con sus padres en Cabimas, en un campo residencial de la industria petrolera. La madre de Ramón era wayuu del clan Aspshana y nativa de Paraguaipoa. El padre era falconiano y trabajador de la transnacional Creole Petroleum Corporation que tenía operaciones en el Lago de Maracaibo.
Después de transcurrir cuarenta años de la invitación que le extendiera su tía Ana Julia Gonzalez, Ramón Castro salió a las cuatro de la madrugada del Terminal de Maracaibo para conocer al fin la tierra de sus ancestros maternos. El autobús iba casi vacío, igual cuadro presentaba la ciudad a esa hora. Era la única ocasión en que podía visitarse la capital zuliana sin ninguna restricción: no había embotellamiento de vehículos en las calles y la gente apenas empezaba a despertar. En la radio del vehículo cantaba Enrique Gotera la gaita Los patinadores: era 10 de diciembre de 2010.
Después de dos horas de viaje el transporte iba lleno y no dejaba de recolectar pasajeros a lo largo de la Troncal del Caribe, arribando a las ocho de la mañana al puesto de control Puente Guajira en la ribera sur del río Limón. Después de este pintoresco lugar se presenta a toda vista la cúpula celeste, brisa, palmeras y una planicie alucinante sin fin.
Tres rigurosos controles militares hicieron que el viaje se tornara muy largo para llegar a Maicao, capital comercial de La Guajira colombiana. Hace apenas veinte años todos los caminos de los venezolanos parecían desembocar aquí, cuando se hacía alarde de la fortaleza del bolívar frente al peso colombiano y se podía comprar de todo.
A las diez pudo observar desde el autobús la torre nacarada de la Mezquita Omar Ibn Jattab, que representa el segundo templo islámico más grande de Suramérica. Fue erigido en 1997 por la colonia musulmana establecida en esta región desde casi un siglo.
Con el respaldo de dos mil bolívares fuertes pensó Ramón que podía pasar sin contratiempo los cuatro días que aspiraba disfrutar de sus vacaciones en Uribia. No tenía por qué preocuparse por alojamiento y comida; iba invitado por una tía en tercer grado.
Para abordar el autobús a Uribia había que hacer primero la conversión de bolívares a peso, acción que se volvió casi una hazaña para un incauto visitante como Ramón Castro. Aunque le sobraban recursos para pagar diez veces el equivalente del pasaje, nadie quiso hacerle la transacción. “El Bolívar Fuerte, aquí no tiene fuerza. Debe disponer de millones para que podamos transarle. Noventa pesos, no significa nada, hermano”, le dijo el hombre que se dedica a la actividad cambiaria alrededor de las líneas de transportes.
El cielo se había oscurecido y sobre el rostro perplejo de Ramón Castro empezaron a caer las primeras gotas que anunciaban un aguacero excepcional. En esa desesperanza le ofreció al gestor, que le había atendido, cien bolívares adicionales, es decir, trescientos bolívares para que le diera los noventa pesos que necesitaba para cancelar el pasaje. El hombre cedió más por compasión que por el valor real de los cien bolívares. Mientras tanto, en la puerta del autobús se producía un forcejeo entre los pasajeros que buscaban guarecerse de una arenisca que precedía la tormenta y pintaba de amarillo todo el paisaje.
Superado el percance, la unidad colmó su capacidad y poco a poco se fue alejando con las luces encendidas desde el centro de Maicao.
Músicos a bordo
A pesar de que Ramón Castro resolviera en último momento la situación de su pasaje con el colector, pudo sentarse en el mejor puesto; detrás del chofer, al lado de la ventanilla, para disfrutar mejor del paisaje, pero no lograba ver nada a través del oscuro telón formado por la lluvia. En cambio, el conductor, parecía estar dotado de unas facultades extraordinarias para desplazarse impávido a través de un espacio sin forma, hasta que de repente, se detuvo por más de una hora sin dar explicación. A Ramón le pareció una actitud sensata en medio de esa turbulencia sin precedentes: el conductor era un moreno como de 60 años y de enormes dientes marfilados. “Este hombre es muy prudente y tiene percepción de riesgo”, pensó.
Luego de esa prolongada espera se montaron de pronto tres jóvenes músicos de vallenato; cada quien con su típico instrumento, protegido con envolturas de plástico. Tenían salpicaduras de agua en sus rostros y en sus ropas. También cada uno empuñaba una botella de ron Antioqueño.
A pesar de que el autobús rebosaba su capacidad, tres voluntarios cedieron sus asientos para que los artistas pudieran relajarse y ejecutar sin trauma la primera canción que iba a librar a Ramón Castro y el resto de los pasajeros del tedio causado por la prolongada espera y el descomunal aguacero.
El ayudante del conductor se hizo cargo de las botellas y del control de los tragos: el primero fue para el chofer, quien aclaró su garganta antes de interpretar con maestría Los sabanales, de Calixto Ochoa, así como una sucesión de temas que se prolongó por largo rato. De allí en adelante la parada solo se hacía para comprar botellas de ron en algún sitio escondido por la lluvia y decodificado por la brújula mental del chofer.
Fue entonces cuando desde el último puesto se dejó escuchar el reclamo airado de una señora enjuta y de edad avanzada y acompañada por dos niños vestidos con uniformes escolares.
—Por culpa suya, mis nietos no verán hoy a su padre. Ya deberíamos haber llegado a Uribia de no ser por esa bebedera. ¿Qué clase de chofer es usted, carajo?
El chofer ajustó el retrovisor para ver de quién provenía aquella voz que reclamaba con vehemencia desde atrás, y con un gesto medido de mano mandó parar la música.
—Hoy es viernes y no vuelvo a trabajar hasta el lunes. No veo porque no puedo echarme unos tragos con mis compañeros, músicos. No tengo la culpa de que este sea el quinto día que llueve desde las diez de la mañanita hasta que san Pedro le dé la gana. Usted, como fervorosa cristiana, debió reclamárselo a él en una oración. Hubiese salido a las tres de la madrugada, doñita. A esa hora nunca llueve.
La vieja contuvo al fin su rabia. Apretó los dientes y respiró hondo para no seguir discutiendo. Prefirió volcar su vista hacia el techo del autobús, que era el único sitio adonde se podía mirar, pues el paisaje continuaba anulado por causa de la lluvia. El chofer había seguido los gestos de resignación de la pasajera a través del retrovisor y, después de cerciorarse, celebró con un largo trago de ron como si fuese la mayor victoria de ese día. Alzó una mano como batuta, y la música se reanudó con la misma alegría y estridencia.
Por fin en Uribia
A la una de la tarde Ramón Castro llegó a Uribia. El autobús aparcó a un lado de la iglesia Inmaculada Concepción para descargar los treinta pasajeros. Luego siguió su marcha alrededor de la plaza con la bullaranga vallenata hasta internarse en la primera calle que emerge del círculo.
La plaza Colombia es redonda, y amplísima. De su círculo emergen ocho calles en las cuales se asienta el pujante comercio y algunos edificios del Estado. En el centro, se erige un obelisco que sostiene el tricolor colombiano y, más allá, en el extremo sur, hay un busto en honor del prócer Francisco de Paula Santander.
Como el urbanismo de Ciudad Ojeda la población de Uribia se concentra alrededor de anillos circundantes donde destacan casonas con solares y corredores espaciosos en cuyos estacionamientos —en la mayoría de los casos— reposan vehículos todoterrenos.
La lluvia había amainado un poco y alrededor de la plaza había gente con paraguas aguardando la llegada del algún familiar. Ramón Castro fue identificado por una foto que conservaba su tía Maigualida, ahora casi octogenaria. Para ella no había cambiado los rasgos: el pelo ensortijado, sus ojos de tigre, sobre todo, su prominente nariz aguileña, que lo hacía reconocible desde cualquier distancia. La tía Maigualida se acompañaba de dos jovencitas ataviadas también con las típicas y coloridas mantas guajiras.
Al día siguiente después de recibir un copioso desayuno de friche con arroz, plátano asado con yuca y un jarrón rebosante de chicha de máiz (újolü), Ramón Castro salió a recorrer este hermoso pueblo fundado en 1935 en honor del caudillo liberal Rafael Uribe Uribe; protagonista de la Guerra de los Mil Días; suceso que asoló Colombia entre 1899 y 1902, e inspirara también a García Márquez a darle un toque épico en algunas de sus novelas.
La economía uribiera se basa en ganadería caprina, turismo y otros rubros relacionados con la explotación del carbón. En mayo de cada año se celebra el Festival de la Cultura Wayúu: evento declarado por el gobierno de Colombia como Patrimonio Cultural de la Nación. Actividad que atrae visitantes de Venezuela como del Caribe, ansiosos por conocer durante dos días parte de la costumbre y cosmovisión de este singular pueblo, que pretende a través de esta cita estimular esos valores. En este mismo marco se escoge la “Majayut de Oro”. Certamen donde tiene que conjugarse la belleza con la habilidad e inteligencia de las señoritas participantes. A este concurso concurren aspirantes de ambas guajiras.
El visitante de Ciudad Ojeda quedó sorprendido por el grado de profesionalización que han alcanzado los uribieros en los últimos años. Cuentan con la Universidad de la Guajira cuya fundación se remonta ya a más de tres décadas y dispone de varios núcleos en diferentes municipios del departamento que ha permitido el egreso de muchos jóvenes wayuu en distintas ramas del saber.
Cabo de La Vela y el retorno
Después de dos días Ramón Castro partió con los primeros rayos del sol hacia El Cabo de la Vela, ubicado en el noreste del Caribe colombiano. Lo acompañaban miembros de su familia González Aapshana. Como previsión, tuvieron que abastecerse con filtros y botellas de agua; recursos necesarios para cruzar a lo largo de dos horas el abrasante desierto guajiro, que cuenta con caminos dificultosos e infestados de espejismos que pueden desorientar el rumbo de incautos y del más curtido viajero.
Con todas esas adversidades era tanto el hechizo que producía la tierra plana en la marcha que por momentos creyó viajar en una aeronave y no en una camioneta que hacía crujir la suspensión al sortear los cráteres dejados por viejos aguaceros. No hay relieve, el paisaje es cielo, sol y más cielo. Luego de completar ese lapso de tiempo llegaron al paradisíaco lugar sagrado para los wayuu: Jepirra: espacio donde moran los espíritus ancestrales.
A su llegada observó varios perros callejeros que husmeaban alrededor de la playa, así como dos burros amarrados a un bohío destartalado; ambos tenían las enjalmas ceñidas. Es posible que su dueño hubiera llegado o quizás se aprestaba a salir con una determinada carga.
Las aguas de las playas son impresionantes; parecen azules, verdes, como el cielo en contraste con el dorado de la arena y los peñascos abigarrados que circundan el mar. Cuando Ramón se bañaba podía ver sus pies en las aguas con la tersura de un espejo. Se sentía en ese momento tan dichoso como el primer ser creado por Dios en la tierra. Al marcharse la tarde los granos de los primeros luceros empezaban a romper el tul de la noche, y a medida que esta avanzaba, parecían titilar con sorprendente tamaño sobre su cabeza. Eso le hizo pensar por momentos, que la Guajira —a pesar de las condiciones desérticas que presenta— es la región del mundo que más se aproxima al cielo.
Con ese deslumbrante espectáculo empezó a rugir el desierto como jamás lo había escuchado en su vida Ramón Castro. El zumbido proveniente del norte alcanzaba decibeles insoportables. Había un concierto de ruidos: rugía el mar, estrépitos de enseres que rodaban por el suelo, la lona que servía de protección en el bohío donde se guarecía con sus familiares también producía fuertes redobles. Los cuatros maderos que servían de sustento al endeble bohío crujían como si fueran a resquebrajarse y volar por los aires. Los primos reían al notar el cuadro de terror que dominaba el rostro del trabajador petrolero. Estaban tan acostumbrados a esas eventualidades, que libaban ron Antioqueño, como si el infierno que se desataba alrededor fuera intranscendente. Ramón Castro optó por a acurrucarse en su chinchorro
Al día siguiente había una calma total. Estaban todas las piezas del paisaje que le impresionó el día anterior como si no hubiera ocurrido tormenta. Faltaban los perros y los dos burros que estaban amarrados muy próximos a los bohíos donde habían pernoctado.
Después de preguntarle a su primo Néstor por la suerte de los animales, este le aseguró cortante:
—Eso siempre pasa cuando, sopla mucho viento.
—¿Qué pasa, cuando eso sucede? —insistió Ramón
—Se los lleva el viento y nadie los vuelve a ver.
Con tantos atractivos que ofrece este lugar todavía hay muchas limitaciones para el visitante; se observan tramos de la red de caminos en mal estado que conectan con varios puntos de la geografía colombiana. Por ejemplo, el agua potable es muy escasa. Tampoco hay energía eléctrica a pesar de encontrarse allí la infraestructura para desarrollar electricidad a través de la fuente eólica, como el Parque Jepirrachi, donde los monolitos de viento parecen robots de una escena de la “Guerra de las Galaxias”.
A lo largo de la playa hay rancherías donde se vende artesanía y se ofrece la gastronomía guajira: el friche (fritura de vísceras de chivo), carnero asado con yuca, queso de cabras, y bebidas como ayajaushi, kojos y chica de maíz, ujolü, que completan el banquete.
Al tercer día terminó la excursión por esta parte del Caribe colombiano. Ramón Castro salió de El Cabo de la Vela justo con la ida del sol. Aún con la tarde a punto de fenecer esta tierra es capaz de mostrar belleza digna para una postal. A esa tierra que sentía tan suya porque la península es indivisible para un wayuu, Ramón Castro prometió regresar un día.
Había anochecido cuando volvieron a Uribia. En casa de Maigualida se encontraba una pareja de amigos que pretendía ir más al norte de la península, pero ante los reportes que llegaban sobre los estragos de las lluvias decidieron regresar para buscar opción a través de Venezuela (Cojoro) y así llegar sin trauma a sus destinos. Le propusieron a Ramón que los acompañara, y el viajero de Ciudad Ojeda no dudó un segundo en aceptar la oferta, luego del percance presentado en Maicao para comprar un simple pasaje.
A las dos de la mañana después de saborear un café en totuma y con la satisfacción de haberse reencontrado con sus raíces se despidió de su tía y otros familiares. Salieron en una camioneta todoterreno de última generación rumbo a Maicao. Las luces de los carros que venían en sentido contrario desquiciaban los ojos, y Ramón Castro optó por cubrir su rostro con un sombrero, “Vuelteao” que había comprado en El Cabo de la Vela para llevarlo como presente a una persona muy especial en Ciudad Ojeda. De esa manera volvió a reanudar el sueño.
Al cabo de dos horas despertó por el chirriar y los bruscos movimientos que generaban la suspensión de la camioneta tras caer en unos huecos profundos. El reloj digital del tablero marcaba las cinco de la mañana, y así sin abrir bien los ojos, Ramón Castro supo en el acto que se encontraba de nuevo en territorio venezolano.
Marcelo Morán