La figura de un guardia nacional que había plasmado su hermano mayor, Rafael, Failon, en una de las paredes de la vieja casa de El Carrizal, fue la chispa que encendió su vocación por la pintura. Pasión, sueño, oficio por la que más tarde sería conocido en Isla de Toas y en todo el municipio insular Padilla como Hugo el pintor.
Tenía diez años cuando se colocó frente a aquella imagen de tamaño natural para repasarla con un filo de carbón y guiado por el influjo de una fuerza desconocida. En ese raro éxtasis de creación fue interrumpido por su madre, Rubia Rosa Morán, quien lo acosó con una escoba ante el temor de que pudiera dañar la imagen.
Ella tuvo que limpiar después las líneas oscuras con el pulso de un restaurador de obras para no truncar el esfuerzo de Failon en su empeño de explorar una disciplina de la que podía ser más adelante un gran maestro. Pero el inquieto Hugo, solo pretendía conocer la proporción de la figura y la forma del trazo, para plasmarlos en otra pared con los recursos de un filo de carbón que había obtenido de una antigua fogata de cují.
—Aquella figura se plasmó con restos de pintura epóxica que mi padre Rafael Espina usaba de vez en cuando para revestir su cayuco. Él era pescador, y esa resina servía para cualquier cosa, menos para hacer una imagen como la que se le ocurrió pintar a mi hermano en aquella pared. También fue una verdadera sorpresa para mí, porque hasta ese momento Failón no había demostrado sus destrezas de pintor, ni siquiera de brocha gorda. Tanto así que terminó siendo técnico en una antena repetidora de Radio Caracas Televisión, instalada sobre uno de los cerros más altos de la isla.
Conocí a mi primo Hugo Espina Morán con ocasión de visitar por primera vez Isla de Toas en la semana santa de 1969. Viaje que también sirvió para conocer a mi abuela paterna, Ana Carmela Morán, que había cumplido por esos días noventa y ocho años. Fue una experiencia fascinante a mis doce años ver desde el viejo muelle de El Moján la forma de aquella portentosa montaña azul, anclada en la desembocadura del lago de Maracaibo con unos claros sobre sus cerros más altos que denunciaban los efectos generados por la explotación de la piedra caliza para beneficio de la entonces boyante industria del cemento. De aquellos cerros que cinco siglos atrás sirvieron de atalayas a la hueste del cacique Nigale en su afán de proteger sus espacios del asedio de los conquistadores españoles, salió el nombre Toü, que en idioma añú significa: “Mis ojos”, convirtiéndose con el tiempo en Toas. El añú pertenece a la familia lingüística arawak de la que también se originó el wayuunaiki.
Isla de Toas, según Wikipedia, tiene una superficie de 19 kilómetros cuadrados y una población de 10.210 habitantes.
Fue además, una experiencia inolvidable abordar los vaporcitos que demoraban casi una hora en llegar al muelle de El Toro y permitían contemplar a través de sus sigilosas marchas todo el paisaje circundante que más tarde recogería Hugo en muchos de sus lienzos naturalistas.
El Toro es la capital de Isla de Toas conformada por coloridas casas de estilo colonial que inspiraron a poetas como Roque Atencio, Leví Parra, Amado Nervo Pereira y Pedro Perucho Morán para recrearlas en gaitas, valses, décimas y danzas, que a la vez fueron interpretadas con éxito arrollador por cantantes como Neudo Reyes, Karina Cruz, Ricardo Ferrer y Víctor Alvarado, el Cantor de la Isla.
Para esa época, Hugo era un joven veinteañero, delgado y de abundante pelo castaño. Era parco, de andares cautos y mirada profunda como si hallara siempre en cada punto de El Carrizal el motivo para una composición pictórica.
Hugo estudió parte de la primaria en la Escuela Unitaria El Carrizal y luego culminó en el colegio Doctor Luis Oquendo en el sector Sotavento en 1961. Aunque su deseo era continuar la secundaria, no lo consiguió, porque para ese tiempo no había liceos en Isla de Toas, ni siquiera en El Moján. De modo que se dedicó a la pesca y la extracción de la piedra caliza de manera artesanal con su padre y sus hermanos sin abandonar la pasión por el dibujo. Pues las escenas que iba guardando en su memoria de los rostros felices de los pescadores tras completar una buena faena, las cabriolas solemnes de gaviotas y buchones y las incursiones a bordo de portentosos cayucos establecerían con él un vínculo parental para toda la vida.
Hugo nació el 13 de diciembre de 1948, en la punta occidental de Isla de Toas, conocida como El Carrizal siendo el décimo de doce hermanos.
En 1966 un anuncio publicitario en el diario Panorama captó muchísimo su interés. Era de un instituto establecido en Caracas que dictaba cursos de dibujo y pintura a distancia: “Academia Americana”. Hugo recortó el aviso, agregó sus datos y lo envió desde la oficina de correos ubicada en El Toro para formalizar su inscripción. Al cabo de quince días recibió respuesta, y a partir de allí, comenzó a recibir material de apoyo: tareas, instrucciones que cumplía a cabalidad y le merecieron después cartas, medallas y diplomas de reconocimientos. Para ese propósito, Hugo contó con el respaldo de sus padres quienes cubrieron los gastos de estudios a lo largo de tres años y lo estimulaban para abrirse campo en la plástica, aunque su padre, al principio, deseaba que fuera radiotécnico.
A partir de allí no usaría más trozos refilados de carbón como en sus primeras tentativas artísticas, sino lápices profesionales de la escala 2b hasta 8b y blocks de dibujo que permitieron exhibir sus primeros retratos a lápiz, pasando luego a la fase de pintura con el mismo resultado alentador.
Un día, para demostrar su progreso, se le ocurrió pintar en un lienzo de modesto formato y con la técnica del óleo la imagen de la Chinita. Esa obra se volvió en seguida en una pirotecnia de admiración en todo su vecindario al punto de que el rumor no tardó en llegar a oídos del presbítero Hilarión Sánchez Carracedo, quien se había estrenado dos años antes, en 1966, como párroco de la iglesia de Nuestra Señora de Lourdes. El padre Hilarión además de sacerdote era un poeta con reconocimiento en España. Había formado parte de la Generación del 36, en la que descollaban figuras de la talla de Miguel Hernández, José Hierro, Luis Rosales, entre otros.
El padre Hilarión Sánchez Carracedo nació en Hinojosa del Duque, Córdoba, España en 1908; pertenecía a la orden de los carmelitas y había sido miembro de número de La Real Academia de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes de Córdoba.
Cuando el sacerdote español miró la imagen pintada en óleo de la Chinita, quedó deslumbrado, como si estuviese ante una verdadera epifanía. Hizo una reverencia, y acto seguido, rezó un rosario. Tan pronto terminó sacó la imagen en procesión por el vecindario despertando una inusitada curiosidad no tanto su empeño por difundir la fe católica, sino la virtud que acababa de demostrar con luminoso futuro el joven artista toense.
El clérigo poeta, que era un curtido evaluador de pinturas, no se esforzó mucho para darse cuenta del talento que atesoraba ese sencillo muchacho de Isla de Toas. De modo que le presentó una oferta para estudiar en la Escuela de Arte Mateo Inurria, en Córdoba, fundada en 1866 y una de las más famosas de España.
—No acepté porque tuve miedo de abandonar la isla, mi familia. Y aquel cuadro de la Chinita que despertó tanto alboroto reposa desde entonces en la iglesia y es sacada en procesión cada 18 de noviembre —me dijo Hugo en una conversación reciente por teléfono.
En lugar de España se fue a Maracaibo por recomendación de un vendedor llamado Marcos Soto que recorría a pie la isla para ofrecer cuadros a crédito. En una de esas caminatas tropezó con Hugo y después de conversar y conocer de parte de este su afición por la pintura, lo invitó al “Taller Leonard”, que dirigía en El Manzanillo el artista plástico colombiano Leonardo Montaño. En este taller laboró durante siete años al lado de otros curtidos pintores de los cuales algunos habían estudiados en galerías como Neptalí Rincón y Julio Árraga.
En ese viaje iniciático el joven isleño terminó de practicar todo lo que necesitaba en materia de carboncillo, oleo y acrílico, y sobre todo con el aerógrafo. Este último instrumento llegó a manejarlo tan bien que le encargaban solo a él aquellos trabajos requeridos con esa técnica. No obstante, el infatigable vendedor Marcos Soto volvía a patear las calles de Isla de Toas para ofrecer la nueva producción del “Taller Leonard”, que traía como novedad pinturas de un artista llamado Hugo Espina.
Después de pasar siete años en aquella galería maracaibera, Hugo regresa a Isla de Toas para trabajar de manera alternativa desde su casa ubicada en el sector Las Playitas, y en algunas ocasiones en Valera, estado Trujillo, a la orden de un comerciante llamado Armando Peñalosa. Esta rutina se mantuvo a lo largo de dieciocho años hasta que Hugo decidió trabajar con clientes locales como Jesús María Torres, que venía desde Las Parcelas de Mara con pedidos que recogía satisfecho al cabo de pocas semanas.
En esa nueva etapa se dedicó a la confección de sus propios utensilios: pinceles, marcos, lienzos, y como un alquimista, llegaba al extremo de preparar las pinturas de base acrílica con una fórmula personal.
Después de que Hugo se libró de la rutina de los encargos ha tenido tiempo para pensar y hacer pinturas con un enfoque distinto. Ahora trata de interpretar el mundo, según él, plagado de materialismo y antivalores que lo están llevando sin remedio a un estado de barbarie. Por ello, cada una de sus pinturas tiene un título que resume la narrativa de la composición para que sea interpretada sin problema a través un solo barrido visual, como: Justicia ciega, Somos iguales, Crepúsculo gris, entre otras.
—Por eso, jamás he creado un cuadro abstracto. Mi estilo es figurativo, naturalista y la forma y la luz son vitales para representar esas atmósferas y sensaciones que ocurren en la cotidianidad y a las que no se les puede quitar nada. Al contrario, hay que adornarlas.
Hugo comienza a pintar con la salida del sol porque la frescura del día es un buen aliado.
—Luego el silencio es parte de ese ambiente que se requiere para el acto de creación, que es sagrado, viene de Dios. El artista solo se limitará a enriquecerlo con su talento y darle un matiz personal. Lo digo por experiencia.
Hugo se casó en 1977 con Aleja Chacín, de cuya unión nacieron tres hijos varones: Alejandro, Hugo y Gerardo. Del primer matrimonio tiene dos, una hembra y un varón: Emeidy y Manrique.
Hugo no es solo hoy orgullo de su familia sino patrimonio cultural de su tierra. Su conexión con el Municipio Insular Almirante Padilla es indivisible, ya es parte de su historia, porque es el autor del escudo y la bandera después de ganar el concurso convocado por la alcaldía en diferentes momentos. El primero fue en la gestión del profesor Amado Alciro Pereira y el segundo en el período de Yldebrando Ríos.
Algunas de sus obras más representativas como La flagelación del Señor, reposa en la casa cural y era una de las preferidas del padre Sánchez Carracedo. Un lienzo pedestre del Libertador se exhibe en la Escuela Nacional Las Playitas, y un cuadro de tamaño natural del cura poeta, se muestra en su mausoleo, ubicado al lado de la iglesia en la localidad de El Toro. Así mismo sus cuadros se hayan desparramados por varios estados de Venezuela, en especial, en la región andina, donde laboró por casi dos décadas.
Hugo a sus setenta y siete años sigue ejercitando con pasión el código que aprendió desde el día que se atrevió a repasar con la punta de un carbón la pintura de su hermano Rafael. Ese medio que le ha permitido interactuar con el mundo nació en la prehistoria y según el maestro y precursor del arte cinético en el mundo, el venezolano Carlos Cruz Diez: “El arte es el invento más eficaz de comunicación que el ser humano haya podido imaginar”.
En ese sentido, Hugo ha ido más allá y se ha atrevido incluso a crear la escena de su propio entierro igual que si fuera una elegía adelantada. Situación que ha llegado a discutir con su esposa e hijos. Pues él no desea que su cuerpo quede sellado en un ataúd de madera o de hierro, sino que sea colocado en un cayuco para que la brisa de levante lo lleve a los manglares y quede atrapado por siempre en sus enmarañadas raíces. Y así, los resquicios de luz que se irán filtrando por sus ramas y se descomponen en insólitas policromías al pasar por sus hojas salpicadas de rocío, den lugar al mejor lienzo pintado por la naturaleza en su memoria.
@marcelomoran