América Latina es una caja de pandora. Un baúl de sorpresas. Su tormentosa historia no agota la capacidad para reproducir dolorosas situaciones, vividas en sus diversas Repúblicas.
Una caja de pandora recurrente, en momentos de crisis, y en coyunturas diversas de su vida política, son las asambleas constituyentes. Esta figura es el comodín de ilusos, ambiciosos y taimados personajes, que la promueven como la panacea a los diversos problemas de nuestra compleja problemática.
Comodín para legitimar ambiciones políticas de mayor y más prolongado poder, estrategia para desaparecer a factores incómodos en las estructuras del mismo. Instrumento para establecer hegemonías personales, familiares y partidarias.
También han existido los científicos sociales, en el campo de la ciencia jurídica y política, promotores de instituciones sólidas y de sistemas socio políticos eficientes, que han considerado esta figura, como la herramienta capaz de ofrecer una mejor ordenación de la vida en sociedad.
Lo cierto es que cuando uno estudia la doctrina del derecho político y se sumerge en la figura de la Asamblea Constituyente, encuentra tal conjunto de teorías respecto de su naturaleza, configuración, alcance, competencias y duración, que permite convertirla en dueña de todo el poder. Por ello los populistas la presentan como la panacea de todos los males de una sociedad.
En América Latina las asambleas constituyentes se han ofrecido como el camino para garantizar la democracia, la justicia, la equidad, la gobernabilidad y la prosperidad de las naciones. Como la fórmula mágica que conjura la confrontación fratricida. Formamos parte de una cultura que cree suficiente dictar una ley, y mejor aún, una nueva constitución, para resolver los males presentes en nuestras naciones.
Sin prescindir de la importancia y necesidad de la ley en la ordenación de la vida social, olvidamos a menudo, el valor y el peso de otros factores en el desarrollo institucional, productivo, familiar, económico y político de una determinada sociedad.
Es importante poner de relieve el peso de la cultura en esos procesos humanos. Sin caer en una especie de determinismo histórico, respecto de la forma como unos pueblos asumen la vida social y política, si es menester tener presente el impacto que tiene la cultura en el desarrollo institucional y económico de las naciones.
Factores como la religión, la familia, la geografía y la historia van configurando la cultura de una sociedad, y ella va impactado de manera significativa su vida política, y desde allí, todo su quehacer.
Los problemas de América Latina no se resolverán con asambleas constituyentes, ni con nuevas constituciones, sin que ello signifique una negativa a impulsar cambios sustanciales a los ordenamientos políticos de nuestros países, que efectivamente los requieren para hacer posible más y mejor democracia.
Si algún país es ejemplo de la inutilidad de convocar constituyentes como panacea a sus males y hacer “nuevas constituciones” es nuestra Venezuela. Nosotros llevamos 11 Asambleas Constituyentes y hemos dictado 25 constituciones.
Ello no ha significado haber llegado a la cima de la institucionalidad, de la eficiencia de los poderes públicos, o del logro de una sociedad de paz, justicia, equidad y modernidad. Todo lo contrario. Hoy somos el ejemplo de la barbarie, la pobreza y la desinstitucionalización.
Soy de los que consideran que la única Asamblea Constituyente fueron: la de 1811, con la cual se fundó la República y se dictó su constitución y la Convención de Valencia que decretó nuestra salida de la Gran Colombia, y dictó la Constitución de 1.830. Todos lo demás han sido reformas y asambleas reunidas o convocadas para justificar a un nuevo caudillo y/o un nuevo equipo de poder que busca en “la nueva constitución” legitimar su control del Estado, y más recientemente el de la sociedad como un todo.
Constituyentes hemos visto en Colombia, Bolivia, Ecuador, Perú y otros países del continente. No por eso somos un continente modélico en materia de vigencia plena del estado de derecho.
De ordinario esas asambleas constituyentes se han instalado en medio de graves convulsiones políticas. No se desenvuelven en un clima de sosiego, capaz de favorecer el dialogo y los acuerdos para dictar normas y actos, destinados a logar un nivel superior de organización social, y unas instituciones solidas y eficientes. Ha sido por el contrario la oportunidad y la herramienta para imponer unilateralmente estructuras y legislaciones ideologizadas y parciales, tendientes a instalar hegemonías.
Los venezolanos, en 1999, y ahora, a partir del 2017, con la espuria Constituyente de Nicolás Maduro y Diosdado Cabello, vivimos la experiencia del conjunto de arbitrariedades convertidas en “leyes y actos constitucionales” con los cuales se disfrazan las más brutales y absurdas decisiones para agredir personas e instituciones, o dictar normas de profunda naturaleza autoritaria.
Ahora la cajita de pandora ha sido puesta sobre la mesa de la sociedad chilena. El país austral sacudido por una súbita ruptura de la paz social, recurre a la figura de la Constituyente para abordar una reforma constitucional pendiente desde el regreso a la democracia. Su solo anuncio ha generado ya, una serie de incertidumbres, lesivas a los logros socio económicos de ese querido país.
Los sectores promotores de la violencia y el caos no se sentirán satisfechos con ninguna reforma. Ellos solo quieren acceder al poder para perpetuarse, estableciendo el nuevo modelo del autoritarismo latinoamericano.
Dios ilumine a todo el liderazgo democrático chileno, para que no salten de la ovalada tinaja otros males, aun más gravosos, que los surgidos en estos últimos tiempos