Sandra Alford, caraqueña y miembro del colectivo de trabajadoras sexuales Astras, aboga por la regularización de su oficio. “Queremos pagar impuestos, tener una pensión, derecho a sanidad… Lo mismo que tienen los demás. ¿Por qué no podemos?”, aseguró en un reportaje de El Mundo. Viajó a España en 2008 tras quedar desempleada, con un hijo pequeño y perder a su pareja en un accidente de tránsito. Desde entonces labora en el prostíbulo Factory Air, de Madrid.
El diario El Mundo acaba de publicar la historia Sandra Alford, una periodista venezolana de 40 años, que quedó desempleada con un hijo y migró a España a prostituirse. Su historia forma parte de un reportaje sobre lo complicado que resulta regular o abolir el sexo de pago en el país europeo y el avance de la esclavitud sexual.
En el inicio de la nota Alford detalla su increíble y cruda historia. “Era domingo, lo recuerdo bien. En la habitación, aquí arriba, en el club, lloré todo lo que tenía que llorar, y es verdad que lloré a mares. Había llegado de Venezuela ese mismo día. No sabía si iba a poder hacerlo o no. Pero me dije: ‘Sandra, tú eres fuerte, puedes con esto y con más’. Mi hermana ya me lo había dicho: ‘Si no puedes con ello, te vuelves y nos arreglamos”.
Así que, narró, se puso el vestido que había llevado, un “vestidito normal”, y bajó a la discoteca. Se sentó en una esquina, cruzó las piernas y se le acercó un chico y ni siquiera hablaron unos minutos, como suelen hacer las españolas. “Me dijo: ‘¿Subes conmigo?’. Y yo respondí: ‘Ah, uh, eh… Vale’. Y fue una cosa muy normal, la verdad. Lo que había llorado antes, madre mía… Hoy me da la risa”, sostiene.
Alford llegó hace diez años, con 35, al prostíbulo Factory Air, en Madrid.
Lo primero que me dijo el encargado, con el que ya había contactado por teléfono desde Venezuela, fue: ‘Aquí tú haces lo que quieras, pasas a la habitación con quien te parezca, los límites los pones tú. Bajas, te invitamos a una copa, hablas con quieras y si quieres subir, pues subes. Lo único que tienes que hacer es pagar 70 euros al día por la habitación, la comida y la seguridad que nosotros te proporcionamos’. Y en los 10 años que ya llevo aquí, desde hace varios como representante de las chicas, cuidándolas y preocupándome por ellas [como miembro del colectivo de trabajadoras sexuales Astras], jamás he visto a ninguna obligada. Nunca. ¡No lo habría soportado! ¿Cómo iba yo a permitir algo así?”.
Sandra, según El Mundo, no pretende ocultar la precariedad en que se mueve su negocio. “A trabajar aquí venimos gente con necesidades, ésa es la realidad”-, una fragilidad que se destila en cada rincón del establecimiento, pero sí normalizarlo, dignificarlo: “¿Por qué no va alguien a poder usar su cuerpo de esta manera, si quiere hacerlo? Si esto se prohíbe, muchas chicas van a quedar mucho más vulnerables. En realidad, lo que queremos es que nos regularicen, pagar impuestos, tener una pensión, derecho a sanidad… Lo mismo que tienen los demás. ¿Por qué no podemos?
Caracas, 2008: La periodista en paro
Sandra, nació en Caracas, en una familia común. “Mis hermanos son abogados y empresarios”, aseguró. Entró en la prostitución, que ella prefiere llamar “trabajo sexual, porque no tengo nada de qué avergonzarme”, por el motivo (ése sí) más viejo del mundo: por dinero, para poder comer, y dar de comer a su hijo, Christopher, que en 2024 tiene 20 años y vive allá.
Yo tengo estudios universitarios”, cuenta Sandra, “y trabajé durante casi una década como periodista en Radio Caracas TV, donde hacía locuciones, comerciales [anuncios]… Lo que pasa es que el Gobierno de Hugo Chávez la cerró: no les gustaba lo que decíamos, cómo pensábamos… Y me quedé en la calle, con un hijo de cuatro años en los brazos”.
Aquello sucedió en 2008. Con la economía venezolana en picado, Sandra comienza a ayudar a su hermana, abogada. Pero seis años después, ya viuda al morir su pareja en un accidente de tránsito. “Me di cuenta de que necesitaba ingresar más dinero, por las deudas que tenía. Ya había pensado en el trabajo sexual, incluso había escuchado a alguien hablar de este club”. Sandra simplemente tecleó ‘Factory Air’ en Google, cuenta. “Llamé y me explicaron sencillamente lo que es: un hotel donde tú haces lo que puedes para ganar tu dinero, tu viático”, suelta.
“El salto es muy duro, no lo niego. Hace varias semanas vino una chica, española, por primera vez, y le dijeron que hablara conmigo, porque siempre las ayudo. Había dejado a su hija en casa, con una niñera. Le dije: ‘Prueba, y si no te ves, déjalo’. A las tres de la madrugada vino al restaurante del hotel [que abre 24 horas]. Se volvía a casa. No pudo. Quizás fue impaciente. Yo quizás lloré tanto antes de hacerlo, que después no he derramado una lágrima. Es más: me parece digno. El estigma me parece muy injusto”, detalla.
Asegura Sandra que en Venezuela “jamás” había cobrado por practicar sexo, que sólo llegó a Barajas con 1.500 dólares, “por los que me dieron 1.100 euros, me acuerdo”, y luego al club. “Meses después lo intenté un par de semanas en Valladolid, pero había mucha menos clientela. Volví aquí, y desde entonces”.
Madrid, 2024: “Algunas se enamoran”
En el club en que Sandra trabaja suelen haber unas 60 chicas, pero la cifra siempre cambia, porque unas entran y otras salen todos los días. El miércoles pasado, había 56. La mitad suelen ser españolas, la mitad extranjeras, dice. “¿Más españolas después de la crisis del Covid? “No, no he visto eso. Pero mira, ya que dices eso: en el confinamiento el dueño de este club dejó a unas 30 chicas aquí sin cobrarles nada, dándoles comida y medicinas. Hay mucha solidaridad, y eso no se cuenta”.
Durante años Alford hizo “uno, dos o como mucho tres servicios” cada noche, “muchos de clientes estables… Mira, por ejemplo, ahora me mantiene uno de estos clientes, uno que conocí esa primera semana”.
Pero no te equivoques, aquí muchos hombres vienen no por el sexo, sino simplemente para charlar. Quieren subir contigo, te pagan, pero para que les escuches. Igual están viviendo un momento malo con su pareja, o necesitan ayuda. ¡Yo tengo uno que me llama La Profesora, jajaja! O vienen parejas, buscando ella darle un regalo sexual a él, o ambos buscando consejo sexual: que les enseñes cosas. Bueno, pero es que aquí aprendes muchas cosas: cada vez más hombres vienen sólo a que les enseñes los pies. No quieren tener sexo contigo. Quieren tus pies”, se ríe.
Y se desliza por terrenos casi del neorrealismo italiano: “¿Sabes que algunas chicas se pelean por los clientes? Se enamoran de ellos y no dejan que se vayan con otra. ¡Es que nosotras también sentimos y nos enamoramos!”. ¿Le ha sucedido a ella? “Ay, no, la verdad es que no”, contesta sin abandonar la sonrisa.
¿Y ha pasado miedo alguna vez? “Sí”, responde. “Dejé de pasar con rumanos, porque son muy violentos. La primera vez que estuve con uno fue la última. Me dio un cachete muy fuerte. Descolgué el teléfono, llamé a seguridad y lo echaron inmediatamente. Hay un teléfono en cada habitación. Siempre que una chica se va con un cliente a un hotel, aquí se quedan con una copia de su DNI”, asegura. Muchos de los clientes son viajeros vinculados al cercano aeropuerto de Barajas, dice.
Es muy injusto decir que este trabajo es indigno. Tenemos una vida como la de los demás, los únicos peligros vienen precisamente porque no está regulada. Hace poco se jubiló una chica que llevaba 15 años aquí. ¿Te imaginas, 15 años secuestrada? Nuria, una mujer fantástica, se jubiló después de nueve, con 38 años. Yo misma estoy pensándolo también”, precisa.
Christopher, que no sabe en qué ha trabajado su madre en España, ya tiene 20 años y estudia Informática. “Además no sólo pagué muy rápidamente mis deudas en Venezuela: abrí un negocio de venta de motos”. ¿Habría trabajado en cualquier otra cosa, de tener oportunidad, antes que a la prostitución? “Sí la habría antepuesto, pero gracias al trabajo sexual he podido sacar adelante a mi hijo y solventar mis problemas económicos”, afirma.
Sandra piensa en jubilarse. “Pero quiero seguir ayudando a proteger a las chicas, eso sí”, termina.
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