En las calles del centro de Maracaibo, entre el ir y venir de los transeúntes, hay una escena que, aunque cotidiana para muchos, encierra una historia de lucha y ternura. Allí, sobre el pavimento, descansa un viejito de piel curtida por el sol y la intemperie. Su hogar es la calle, su familia, una noble perra que duerme a su lado y un par de gatos que lo rodean con la lealtad silenciosa de quienes han aprendido a sobrevivir juntos.
Él es el payasito del centro, un artista anónimo que solía subirse a los autobuses para hacer reír con su breve show. Con su nariz roja y su chispa de humor, arrancaba sonrisas a los pasajeros antes de extender la mano en busca de unas monedas. Pero hoy, lejos del bullicio de los colectivos, yace sobre el suelo, acompañado solo por sus fieles animales y la indiferencia de una ciudad que lo vio alegrar a tantos.
Pese a su realidad, hay algo en él que aún inspira ternura. Tal vez sea la forma en que cuida a sus compañeros de cuatro patas, compartiendo lo poco que tiene. Tal vez sea el recuerdo de su risa, de su energía de otro tiempo, de esa misión que alguna vez se impuso: hacer reír, aun cuando la vida no le sonriera a él.
Su historia es la de muchos olvidados en las calles, pero también la de alguien que, con nada en los bolsillos, regaló felicidad a desconocidos. Y quizás, en ese acto tan simple y valioso, radica su verdadera grandeza.
Quienes lo conocen de vista y por sus espectáculos en público como payaso, dicen que en el día, se encuentra frente a la Farmacia Express, frente a la Basílica de La Chinita, pero su aposento permanente se sitúa en las escaleras del C.C. La Redoma, cerca de la parada de los carritos por puesto San José y Buena Vista.
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