El Altar de Paja: Sobre un pesebre lleno de heno fresco, se colocó una piedra para celebrar la misa. No había un niño de verdad en ese momento, pero cuenta la leyenda que, cuando Francisco se acercó al pesebre con infinita ternura, los presentes vieron aparecer en sus brazos a un bebé resplandeciente que parecía despertar de un sueño profundo.
La historia nos lleva al crudo invierno de 1223, en el pequeño pueblo de Greccio, colgado de las laderas de las montañas de la Umbría italiana. Francisco de Asís, con el cuerpo ya cansado y la vista debilitada, sentía un fuego interno que el frío no podía apagar: quería ver, con sus propios ojos, la humildad del nacimiento de Jesús.
Aquí te cuento cómo se gestó aquel momento que cambió la Navidad para siempre.
El Escenario: Una Cueva entre Rocas y Estrellas
Francisco no quería un teatro, quería una experiencia. Llamó a su amigo Juan Velita, un noble local, y le pidió algo inusual:
«Deseo celebrar la memoria del Niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera, con mis ojos, lo que sufrió en su invalidez de niño.»
Eligieron una gruta natural en lo alto de la montaña. El aire olía a pino húmedo y a tierra fría. No hubo figuras de madera ni de barro; el «color» de este pesebre lo dieron los seres vivos.
Los Detalles que dieron Vida al Pesebre
- La Luz: Como era medianoche, los campesinos de los alrededores subieron con antorchas y hachones encendidos. Imagina cientos de puntos de luz serpenteando por la montaña, convirtiendo la noche cerrada en un resplandor dorado que rebotaba en las paredes de piedra caliza.
- El Sonido: El silencio del bosque fue roto por el eco de los cantos de los frailes y el susurro del viento. Pero el detalle más tierno fue el vaho caliente del buey y el asno reales, cuyos resoplidos llenaban la cueva de un calor hogareño y animal.
- El Altar de Paja: Sobre un pesebre lleno de heno fresco, se colocó una piedra para celebrar la misa. No había un niño de verdad en ese momento, pero cuenta la leyenda que, cuando Francisco se acercó al pesebre con infinita ternura, los presentes vieron aparecer en sus brazos a un bebé resplandeciente que parecía despertar de un sueño profundo.
El «Color» de Francisco
Francisco estaba radiante. Vestía su túnica de lana basta, remendada, pero su rostro estaba iluminado por una alegría casi infantil. Cuando predicaba, no podía decir «Jesús» sin lamerse los labios, diciendo que el nombre le sabía a miel.
La escena era un contraste vibrante:
- El marrón áspero de los hábitos franciscanos.
- El dorado y rojo de las antorchas.
- El gris plateado de la roca viva.
- Y el amarillo intenso de la paja seca que servía de cuna.
Un Legado de Emoción
Aquella noche en Greccio no se trataba de lujo, sino de proximidad. San Francisco logró que el misterio de lo divino bajara a la tierra y se sintiera en el calor de un establo. La gente regresó a sus casas con una antorcha en la mano y el corazón encendido, llevando consigo la idea de que Dios no estaba lejos, sino en lo más sencillo y humano.
Esa noche, el frío de Italia se sintió un poco menos, y el mundo aprendió a montar un pesebre.
noticialdia
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