Hoy, 18 de abril, la Iglesia Católica vive con recogimiento el Viernes Santo, una de las jornadas más solemnes del calendario litúrgico, en la que se conmemora la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo. En este día, toda la comunidad cristiana se une en duelo y espíritu penitencial, recordando el sacrificio supremo de Cristo en la cruz.
La liturgia del Viernes Santo ofrece momentos de profunda reflexión. No se celebra la Eucaristía, como señal de respeto por la muerte del Salvador, y solo se administran los sacramentos de la Reconciliación y la Unción de los Enfermos, en caso de necesidad. La Iglesia nos invita a vivir un día de ayuno, silencio interior y abstinencia, como signo de unión con los sufrimientos de Cristo.
Uno de los actos centrales es la Celebración de la Pasión del Señor, en la tarde, que incluye la lectura de la Pasión según San Juan, la adoración de la Santa Cruz y la distribución de la Comunión Eucarística, consagrada el día anterior. Esta celebración recuerda paso a paso el camino de Jesús hacia el Calvario y nos permite contemplar el misterio de su entrega.
Junto a Jesús, la Virgen María ocupa un lugar especial en esta jornada. Ella, fiel hasta el final, permaneció al pie de la cruz acompañando el dolor de su Hijo. En algunos lugares, según la tradición, se canta el Stabat Mater, un himno que expresa el sufrimiento de la Madre Dolorosa.
Por la noche, muchas comunidades celebran el Vía Crucis, meditando el itinerario de Jesús hacia el Gólgota. En algunas iglesias también se realiza el Oficio de Tinieblas, una antigua celebración que culmina en penumbra, evocando la oscuridad que cubrió la tierra tras la muerte del Redentor. Sin embargo, al final se enciende una vela sobre el altar: un símbolo de esperanza que anuncia la Resurrección.
“Celebramos la muerte de Jesús, quien ha muerto por cada uno de nosotros y por toda la humanidad para reconciliarnos con el Padre”, recuerda el P. Donato Jiménez, OAR. Su sacrificio no fue hecho de manera masiva, sino personal. En la Cruz, Cristo “muere nuestra propia muerte” y derrota al pecado, su fuerza y sus consecuencias. Por eso, la Cruz no es un fracaso: es victoria.
Este día, más que recordar un hecho histórico, la Iglesia nos invita a vivir el amor extremo de Cristo, el único capaz de abrir para siempre las puertas del cielo. “Lo que está roto será unido y renovado”, dice el P. Jiménez. Y es esa la promesa del Viernes Santo: que la muerte no tiene la última palabra.