A Isabel y Evaristo
Mientras esperaba la llegada del tren en la estación Sol del metro de Madrid, veo entre el gentío que a ritmo impaciente se agrupaba para abordarlo, una pareja que se acercaba al tumulto disperso, la mujer iba adelante, como marcando el paso, y, detrás, el hombre, quien se desplazaba con la cercanía propia que el lenguaje de los cuerpos delata con la afinidad del afecto. Si no hubiera sido por ese andar que les era tan propio, como una huella digital que todavía conservaban pese a casi cuarenta años sin vernos, nunca habría podido reconocerlos.
Los gestos, la forma como nos movemos y reaccionamos espontáneamente nos acompañan quizás desde la cuna hasta el último día de nuestras vidas.
Miguel Litín, por cierto, describe algo similar cuando en plena dictadura de Pinochet hubo de volver disfrazado de mujer a su Chile querido. También a Ulises lo descubrió Argo, su perro, de regreso a Ítaca con su impostura de mendigo.
Fue ese andar decidido, apresurado, con aquel aire juvenil que todavía recuerdo de ella señalando el camino, como entonces siempre la vi,que junto al acompasado contraste en el movimiento pausado y equilibrado de él, pareciendo que midiera cada paso, lo que en instantes rescató sus nombres de mi memoria desde los remotos días de compañerismo político en la universidad. ¡Qué fantástica es la vida! Me dije.
Así, enseguida llamaron mi atención, me despabilé como quien despierta de un sueño, y dije en voz alta el nombre de uno de ellos.
—¡Evaristo!
La mujer volteó y sus ojos azules como el cielo, con aquel brillo que alucinara a Evaristo en su juventud, me miraron con curiosidad para con el mismo impulso de un rayo viniendo de lo invisible, exclamar:
—¡Muchacho!
—¡Y vos que hacéis por aquí por estos lados!?
Los tres estábamos sorprendidos en medio de aquel rumor de impersonales rostros.
Fue un encuentro fugaz, meteórico, una caprichosa vuelta del azar con las que a veces se nos premia en este maravilloso tránsito en que consiste la vida.
Nos abrazamos y con el mismo albur inesperado con que nos encontramos a kilómetros y años de distancia, nos despedimos gozosos de sabernos vivos.
Por ahora no tendríamos tiempo para volver a vernos, ella en sus ocupaciones de migrante, extrañada de sus oficios académicos en Venezuela, y él, intentando abrirse paso en un lugar que desconoce su brillante carrera en la academia universitaria de nuestro país. Yo, de paso, persiguiendo a lo que vine, como una carrera contra el tiempo exprimiendo cada segundo de mis días en Madrid.
Qué fuerte se escuchaba andar el tren llegando con su prisa indolente, ya nos vamos, cada quien por su lado se despide. Así pasa la vida, como un soplo, tal como dijera Gardel en su celebrado tango de casi un siglo, es como un viento buscando dónde tallar sus formas para dejar constancia de su paso. Quizás nos veamos más adelante. No lo sé. Nadie lo sabe. Pido a las invisibles fuerzas de lo imponderable que, las manecillas de los relojes de nuestros afanes, sea tan generosas como hasta ahora lo han sido para que podamos volver a vernos en la próxima estación del metro de nuestro tránsito vital.
Madrid, 21 de Agosto de 2024